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RINCóN LITERARIO

30 de marzo de 2025

El coche de mamá

El inesperado narrador de esta historia es el verdadero protagonista. Todo lo que ocurre a su alrededor es secundario pero esa voz casi humana que Cecilia Corino logra otorgarle es la magia simple y el encanto de este relato.

El coche de mamá

—¿Nos dejarán entrar? —se preocupó Mamá—. ¿Qué decía en la página? ¿Algo sobre el horario?

La chica ni siquiera se molestó por consultar su reloj, solo lo desestimó mientras mamá cerraba la puerta y chequeaba tres veces que estuvieran bien aseguradas. Había acelerado a fondo para llegar.

—No te preocupes, vamos bien.

Mamá se fijó con suspicacia en su amiga.

—Estás muy tranquila vos… 

La chica hizo una mueca que lucía tanto culpable como orgullosa. 

—La función es a las ocho y media.

—¡Dijiste a las siete y media! —le reclamó, empuñando las llaves como si fuera a partírselas en la nariz. Su amiga huyó hacia el cine, pero mamá se detuvo para darme una palmada cariñosa—. Vos no te muevas, te voy a necesitar para llevar su cuerpo —me dijo.

Y yo obedecí.

Me pareció verlas pasar por los ojos del shopping, pero fue un vistazo pasajero. Supe que era ella porque me buscó con la mirada, como siempre lo hacía. Regresaría. Siempre lo hacía.

La esperé. Una hora. Dos. 

Todos los demás autos habían abandonado el estacionamiento. El sol había ido bajando y la noche se tragó hasta los faros rotos de la calle. Cada tanto, el guardia me echaba una mirada curiosa que me hacía querer arrastrar las ruedas por el asfalto y voltear hacia otro lado, como mamá hacía. Pero, en su lugar, mantenía los faros fijos en la entrada del estacionamiento, esperando por ella. No era la primera vez que me dejaba en algún lugar desconocido, pero tenía frío, y mamá debía tenerlo también. Ella amaba mi calefacción; se acurrucaba con un café de camino a la universidad y suspiraba por el calor. 

Siempre corría hacia mí en el invierno, en busca de refugio.

Pero los trenes y la gente pasaron y el shopping estaba ya somnoliento, algunos de sus ojos ya apagados y solo su boca abierta, babeando luz artificial, y mamá no había regresado.

Tal vez no lo haría. Había esperado que ella no fuera como los anteriores, que me amara de verdad —me puso un nombre, me bañaba cuando jugaba con la tierra y me llevaba con el doctor cada vez que enfermaba—, pero tal vez era cierto lo que decían de los humanos: su existencia era frágil y pasajera, y nada duraba para siempre con ellos. Mamá tampoco duraría para siempre. 

Pero su risa sí. 

La escuché mucho antes de verla. Corría hacia mí, burlándose de su amiga con una vivacidad juvenil. Era deslumbrante, hermosa. También era mucho más rápida que ellas, pero no lo suficiente para mí. Los humanos eran tan lentos, y yo quería que mamá llegara hasta mí de una vez y me abrazara como lo hacía cuando nos reencontrábamos. 

Estaba tan fría como yo. Acarició con cariño el volante y suspiró, amorosa, con un dejo del tintineo de su risa mientras aguardaba a que su amiga entrara.

—Hola, hijo —me recibió, apoyando la mejilla en el volante—. Ya está, mami está acá. 

Encendió por fin la calefacción cuando las puertas estuvieron cerradas y la calidez ronroneó en mi interior, junto al motor que cobraba vida con sus caricias. 

—¿A qué hora cierra, dijiste? —le preguntó a la amiga.

La chica consultó su reloj.

—A las once, no llegamos.

—No subestimes a mi hijo —la amenazó mamá.

Y complacido por su confianza, corrí para regresar a casa. 

 

CECILIA CORINO

 

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