RINCóN LITERARIO
14 de diciembre de 2025
El eco azul en el piano de la abuela

Cátulo Castillo (1906-1975) fue un gran poeta del tango que supo despertar los recuerdos y las voces de las personas queridas que ya partieron en una canción memorable: Caserón de tejas. En este relato, Paz Guevara recupera ese motivo, y las notas dormidas del piano convocan a los seres de otro tiempo.
El eco azul en el piano de la abuela
El coche se detuvo frente a la vieja casona de mi bisabuela, un caserón cubierto de hiedra que parecía guardar el polvo de todos los años en los que nadie había osado tocarlo. Mi madre entró enseguida para iniciar el inventario. Yo, en cambio, me sentí atraída por el salón principal, como si algo en su interior me llamara por mi nombre.
Bajo una sábana gruesa distinguí la forma inconfundible del piano de cola del que mi abuela tanto hablaba. Al descubrirlo, una nube de polvo se elevó y me obligó a cerrar los ojos. La madera estaba apagada, las teclas amarillentas, como si el tiempo hubiera agotado toda su música.
Me senté en el taburete que protestó con un crujido. Coloqué los dedos sobre las teclas. Recordé la melodía alegre que mi abuela tarareaba cuando me peinaba, y algo insegura comencé a tocar. Las primeras notas fueron torpes, desafinadas, pero seguí adelante, dejándome guiar por el recuerdo.
Entonces, el aire cambió.
Un aroma dulce, floral, llenó la habitación. Las motas de polvo suspendidas desaparecieron. Las paredes grises se tornaron crema, el parqué brilló como recién pulido y las telarañas se deshicieron en un instante. En una mesa surgió un jarrón rebosante de hortensias azules y blancas. El piano bajo mis manos rejuveneció: las teclas se volvieron blancas, la madera brilló como nueva.
Contuve la respiración.
Y entonces la vi.
En el reflejo pulido de la tapa, detrás de mí, apareció una joven envuelta en un resplandor azul iridiscente y turquesa. Su cabello oscuro flotaba suavemente, su sonrisa era cálida, luminosa. No había miedo en su presencia: solo una dulzura que envolvía.
Clara. La amiga de mi bisabuela. Lo supe sin saber cómo.
Giró con gracia alrededor de mí, danzando un vals silencioso al ritmo que yo marcaba. Sus movimientos eran delicados, como si cada nota la sostuviera en el aire.
De pronto, a lo lejos, escuché la voz de mi madre:
—¿Estás bien, hija?
La magia tembló. Clara se detuvo. Me miró con ternura.
En vez de detenerme, seguí tocando… más despacio. Las notas se volvieron suaves, como un susurro. Clara llevó una mano a su corazón y luego la extendió hacia mí en un gesto de profundo agradecimiento. Su luz comenzó a desvanecerse lentamente, como una marea azul que se retira con suavidad, sin prisa.
Su figura se volvió translúcida, se mezcló con la luz de la ventana… y finalmente se perdió en ella.
Las paredes volvieron a apagarse. Las flores desaparecieron. El piano recuperó su vejez silenciosa.
Pero algo había cambiado para siempre.
Cuando mi madre entró, yo aún tenía los dedos sobre las teclas.
La vieja casona seguía vieja, sí…pero ahora también estaba viva.
PAZ GUEVARA










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