RINCóN LITERARIO
5 de octubre de 2025
El precio de la longevidad

He aquí un tema que recorre nuestra actualidad: antes, la extensión de la longevidad, que la vida humana durara un siglo y medio en forma natural, parecía una fábula de ciencia ficción, una creación maníaca de algún científico alucinado de esos que pueblan las historias fantásticas, en el cine o en los cómics. Pero hoy ya no es tan así. La posibilidad está a la puerta. Y los científicos locos se han transformado en prestigiosos profesores de Harvard que dicen que la vejez es una enfermedad. Y que tiene cura. Y que dentro de 50 años la expectativa de vida crecería exponencialmente. ¿Cómo se acomodaría la vida, la sociedad, la cultura, el mundo del trabajo, si la existencia humana se prolongara hasta los 150 años’
Lucía López Rodríguez plantea el tema en una reflexión distópica, algo lejana pero no tanto….
El precio de la longevidad
La ciencia había logrado erradicar la muerte por causas naturales antes de los 150 años, con el ambicioso Proyecto Longevidad.
Las enfermedades del envejecimiento fueron neutralizadas. Los cuerpos ya no se marchitaban con la edad. Las personas llegaban a los 150 años con cuerpos jóvenes, cerebros lúcidos y un caudal de energía que antes comenzaba a perderse a los 60.
Durante las primeras décadas fue una utopía que millones abrazaron sin imaginar el precio que tendría.
Más tiempo para amar, viajar, crear.
Pero… el mundo no estaba preparado para tanta vida.
El nuevo régimen se vio obligado a regular la natalidad. Sólo se permitía tener un hijo después de los 70 años, y si demostraba una contribución valiosa a la sociedad. Pero la ambición humana siempre encuentra grietas: nacimientos clandestinos, hackeos a los sistemas de fertilidad y tráfico de identidades y de influencias estaban a la orden del día.
Y la vida siguió abriéndose paso, aunque fuera por debajo de la ley.
Las ciudades comenzaron a crecer hacia el cielo y por debajo de la tierra. Torres de cientos de pisos de viviendas y redes subterráneas reemplazaron el suelo agrícola. Aun así, el espacio no era suficiente.
Y entonces surgió una nueva clase dominante. Los ancianos jóvenes: cuerpos de 40, mentes de 120 años. Sabios, sí. Pero también poderosos. Lo controlaban todo: la política, la economía, la memoria histórica. Habían vivido tanto, que ya no necesitaban imaginar el futuro. Y lo moldeaban a su antojo.
Los jóvenes, aquellos que tenían entre 20 y 70 años, dejaron de ser símbolo de futuro. Se convirtieron en sinónimo de inmadurez, incapaces de liderar o innovar un sistema saturado por la experiencia. Y comenzaron a rebelarse.
Sabotearon los centros de rejuvenecimiento, asaltaron los bancos genéticos y difundieron una idea peligrosa. Vivir 150 años no significa vivir mejor, solo más.
Más tiempo para amar…o para odiar.
Más tiempo para construir…o para acumular.
Más tiempo para aprender…o para manipular.
Y tenían razón, en este nuevo mundo, el acceso al tratamiento no era igual para todos. Sólo unos pocos: los más influyentes, los más obedientes, los más útiles al sistema, eran elegidos para formar parte de la clase eterna. Pero todos sabían que lo que realmente contaba era el poder.
La ciencia había logrado prolongar la vida.
Pero nadie se atrevía a responder la respuesta final. ¿A qué precio?
LUCÍA LÓPEZ RODRÍGUEZ
Seguinos