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26 de junio de 2025

Pueblos que perdieron mucho más que bueyes

El tren salía puntual en las noches, con ocho coches, un guarda y un camarero, conocedores de todo el pasaje. Por eso junto con los saludos solían brindar breves noticias del tiempo y algún suceso del pago.

Por: Francisco Álvarez (El Recopilador)

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Halladas a la vuelta de una esquina.

El coche comedor hacía dos llamados. Mantel limpio, menú fijo, sólido peltre para el caldo, plato principal y postre. Entre esto y aquello se sumaban las horas y al ritmo de que-tren-que-tren, corrían los kilómetros. A pesar de repetido ese viaje tenía gusto a aventura, y la llegada ese alborozo que suelen traer algunas mañanas.

-¿Te enteraste de la última del vasco Etchegaray?-. ésa podía ser una bienvenida, pertinente porque, como dije, bien podíamos informarnos en el propio tren.

Invierno y verano, el vasco Etchegaray siempre vistió igual: bombachas batarazas, alpargatas, camisa de cuadritos imperceptibles, chaleco verde sin mangas, que la Marieta tejió alguna vez, y pañuelo negro al cuello. Y (aunque está de más decirlo), boina, ¡cómo iba a ser vasco y tambero sin boina!? El nombre de pila no era conocido por nadie.

El hombre resumía en su persona las virtudes que gustaban atribuirle a los vascos; esto es, por un lado, una honestidad blanca como la leche que ordeñaba y un gran ahínco en el trabajo, y por otro, algo que llamaremos tozudez. La parquedad también era lo suyo.
Desde siempre trabajó en la estancia y fábrica de quesos "Siete Primos", precisamente en el tambo llamado "De Etchegaray"; tambo que comenzaba el ordeñe a las tres de la mañana y se hacía a mano, claro. Eran unas cuarenta y ocho vacas que se repartían entre él y Recalde, el peoncito.

Etchegaray tenía un trato personal con cada una de las vacas, y a todas le había dado nombre, algunos tranquilos y algunos pintorescos. Una madrugada de julio la ‘Chamarra’ se le vino encima al vasco con sus más de cuatrocientos kilos. La Chamarra era nuevita y no le gustaba nada eso de que la ordeñen y le pongan maneas. En la furiosa caída tiró el banquito y atrapó la mano del vasco contra el balde.

 

-¡Ay!- fue Recalde quien desgarró el grito. Etchegaray nada, se reacomodó, miró de costado, envolvió la mano en el pañuelo del cuello y siguió la tarea.

-¡Qué espamento!- despreció.

Sólo cuando oyó el patrón se avino a dejar el tambo. Alertado por el susto de Recalde, el patrón lo cargó en la Ford rumbo al pueblo. Fueron trece kilómetros de ruta en los que el peoncito rezó atropelladamente, queriendo ganar el tiempo con avemarías.

-Pero, m`hijo, usted ha perdido un dedo-, dijo el doctor Torres cuando vio aquello.

-No, dotor; no perdí nada, lo que es mío es mío. Y aquí está, dicen que dijo sacando el dedo del bolsillo, mientras Recalde se desmayaba.

-Me agarró con los perros atados, me agarró de sorpresa- disculpándose así dio por finalizado el incidente.
 

¿Fue exactamente de esta manera o ya venía agrandado el cuento? ¡Cómo saberlo hoy!?  El pueblo de Treinta de Agosto y sus campos vecinos dieron para eso y mucho más. Cierto es que, si a un sucedido le faltaba vigor y adornos, había quienes se encargaban de proporcionarlos; el primero entre ellos el entrañable don Juan María Espain. Cierto es también que si no había noticias frescas se utilizaban las de años anteriores. Y así fueron el alma de enormes conversaciones en esos tiempos cuando las noches eran largas y los veranos también.

Luego, pasó el tiempo de las luciérnagas y los años corrieron por sí solos; y un día no se escuchó más de esas andanzas. Asimismo, un día no hubo más viajes al pago, no hubo coche comedor, ni consomé en soperas de peltre; en realidad, un día ya no hubo más tren.-


Fuente: La Nación, por Carmen Verlichak 

 

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