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20 de abril de 2025

El Secreto de Santa Clara

En una de sus obras, el escritor británico Ian Mc Ewan planteaba que la literatura tenía un enorme poder: la capacidad de transmutar el pasado, de cambiarlo. Así lo ha entendido Paz Guevara en este relato, donde transforma una tragedia familiar en una historia de reencuentro y esperanza.

EL SECRETO DE SANTA CLARA 

Yo conocí a casi todos mis tíos abuelos, menos a mi tía Elena. Ella murió en una excursión con su colegio japonés, en Santa Clara cuando el bote en el que iban se dio vuelta. Cuatro personas murieron en esa excursión, entre ellas Elena. Mi abuela me decía, cada vez que la recordaba, que yo me parezco mucho a ella, en la forma de ser. Siempre me queda ese enigma, esa persona que me hubiese encantado conocer… Mi mente creó un nuevo final.

Siempre supe que en la familia de mi amiga había cosas que no se decían o no se preguntaban. Desde chicos escuché a su abuela mencionar a una tal Elena, como un recuerdo lejano envuelto en misterios. Paz preguntaba, pero le decían que no sabían o que realmente no tenían mucho conocimiento. Era como una herida antigua, que al indagar hacía que a algunos se les llenaran los ojos de lágrimas, entonces desistíamos. 

Fue una tarde de verano cuando Paz decidió ir a Santa Clara, a aquel lugar abandonado. Yo la acompañé. La casa olía a humedad y estaba lleno de objetos olvidados. Ella subió al altillo de curiosa no más, y, entre baúles y cosas cubiertas de polvo, encontró una muñeca de porcelana, con un vestido azul con el nombre Paz, bordado con hilo dorado.

Recuerdo su cara de asombro. Me miró como si todo hubiese cobrado sentido y a la vez, nada. Ninguna de las dos sabía qué hacía esa muñeca ahí.

Fue a partir de ese día que ella empezó a investigar. Buscó entre los papeles viejos de la casa, en registros, en notas de diarios. Así reconstruyó una historia que había quedado enterrada.

En 1951, Elena, su tía abuela, había viajado con tres amigas japonesas: Aiko, Haru, y Emiko, a Santa Clara. Ninguna sabía nadar, igualmente se subieron a un bote. Una corriente las volteó, los cuerpos de sus tres amigas aparecieron días después, pero el de Elena nunca se encontró. 

Hubo un juicio, marcado por prejuicios contra los inmigrantes y silencios cómplices. El dueño del bote y de la hostería fueron condenados por su negligencia, pero las heridas nunca se cerraron. Paz encontró recortes de ese día y también un dato que se les escapó: meses después, una chica sin memoria había sido encontrada en un pueblo cercano a la costa. Fue registrada como “desconocida”, en una clínica rural.

Más tarde fue adoptada por una familia, y pasó a llamarse Amparo.

Cuando Paz supo que Amparo seguía viva, ya muy anciana, en un hogar de abuelos en Mar del Plata, no lo dudó. La fue a ver, yo estuve ahí, esperándola en la puerta. 

Recuerdo que llevaba la muñeca en una bolsa. Cuando entró a la habitación, la mujer mayor la miró sin entender, pero cuando sacó la muñeca y se la mostró, Amparo susurró su nombre temblando:

- Paz…

Con un hilo de voz, pero lo suficiente para saber la verdad.

Amparo era Elena. Había sobrevivido al mar, pero había perdido su memoria, nadie la reconoció y la vida le dio otro nombre. Lo que nunca perdió fue esa conexión invisible con su verdadera identidad. 

Desde ese día, Paz visitó a Elena tantas veces como pudo. La mujer no recordaba todo, pero mencionaba el mar, el color azul del vestido y los ojos rasgado de sus amigas. 

Yo vi como Paz fue cerrando esa historia inconclusa. Como a veces lo nombres se repiten para no olvidar. Y como una muñeca guardada en un altillo puede ser la llave para recuperar lo perdido.

Ahora, cuando vamos al mar, Paz lleva la muñeca consigo, y siente en cada ola, en cada bocanada de viento salado, que hay algo de Elena que todavía camina a su lado.

                                                                                                                 

PAZ GUEVARA

 

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