EL GEN RECESIVO

Está ahí, dentro de mí. Siempre la sentí, pero hoy la veo, la percibo.

Es una Meiga, una mujer mágica, parece dócil, pero es atrevida. Fue sólo bucear en los antepasados y verla. Sí, con los ojos del alma. Ella camina entre los fuegos del campamento celta, en Galicia. Todavía no amanece, sube al monte, entre piedras y pastos altos, avanza a la luz de la luna, se deja llevar por el aroma de las hierbas, siente, siente. Algo le dice qué buscar. Recoge hierbas, cortezas, setas, agradece a la madre naturaleza y con su canasta llena de pequeños tesoros regresa sin hacer caso al frio en el cuerpo ni a sus pies mojados.

Está ahí, en algún lugar, dentro de mí. Siglos, muchos siglos han pasado, y sigue ahí.

La he sentido en momentos críticos, lo sé. Sé que la Meiga me advirtió “si quieres conseguir eso que anhelas tendrás que estar decidida a poner un esfuerzo que será por momentos extremo”. Y así fue. 

Ella se mantuvo. Quién sabe cómo anduvo la Meiga, en mis antecesores. Estoy segura de que anidó en mi bisabuela, de apellido Lago, de reconocido origen celta. Mi abuelo, mi querido abuelo, el que me enseñó mi primera lengua, el gallego. ¿O habrá sido el celta? El trajo en su sangre ese gen.

Siglos de espera, cambios de continente, y la Meiga, sin que yo lo supiera entonces, me llevó de la mano. Ambas, estoy segura, encontramos a un Vikingo aventurero, hijo de dinamarqueses, otro gen allí, ahora lo sé. 

Por fin, el año en que la humanidad pisó la luna, los recesivos se unieron y por fin gestaron un dominante. Una niña, cuya llegada al mundo empezó con un asombro. El partero vio a una madre blanca de pelo oscuro y a una beba blanca de pelo rojo y con preocupación salió a ver cómo era el padre. Él tampoco sabía que la Meiga había logrado su permanencia en este mundo.

IRIS CAMPO