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EL CLIMA EN Buenos Aires

RINCóN LITERARIO

20 de julio de 2025

Los que se quedan

Las casas guardan la memoria vigilante de los que vivieron antes. Aún vacías están habitadas. Lucía López Rodríguez escribe un relato sobre lo que permanece, sobre la forma intacta de los afectos y las cosas, mucho más allá del tiempo.

Sintió nostalgia de los minutos que acababan de transcurrir, le pareció que había tenido mucha certidumbre su transcurso, y ahora estaba otra vez en el presente. (Juan José Saer)

Afuera, la lluvia caía con fuerza sobre el tejado de la vieja casona. Ricardo estaba solo en la sala sentado en el mismo sillón donde solía estar su abuelo con la manta tejida, que aún permanecía  doblada en el brazo del mueble, como si esperara por él.

Había regresado esa tarde para revisar la casa antes de venderla. Nadie vivía allí desde la muerte de sus abuelos, y sin embargo al entrar tuvo la inquietante sensación de que el lugar no estaba vacío. No eran sonidos concretos, ni objetos fuera de lugar, sino algo más profundo, una presencia casi imperceptible pero constante, que lo hacía mirar hacia atrás con frecuencia, como si alguien caminara justo detrás de él, sin hacer ruido.

En algún momento se quedó dormido en el sillón y soñó.

En el sueño, la casa no estaba en ruinas, sino viva, tibia como  en su infancia. Sus abuelos lo esperaban en la cocina y el aroma de la comida casera flotaba en el aire. Todo era perfecto, demasiado perfecto. Pero cuando quiso hablar, no pudo, ellos sonreían, pero no decían nada. Se limitaban a mirarlo con ojos que no parpadeaban.

Despertó con el corazón latiéndole fuerte en el pecho. La vela se había consumido por completo. La casa estaba envuelta en una oscuridad intimidante. Fue entonces cuando oyó el primer paso. No venía de afuera, sino del piso superior. Luego otro. Y otro más…

Ricardo se puso de pie lentamente con un nudo en la garganta. Quiso creer que era el crujido de la madera vieja, pero los pasos eran demasiados reales. Descendían uno tras otro. Encendió la linterna que titiló dos veces antes de apagarse para siempre. 

─Ricardo -susurró una voz al pie de la escalera. No era una voz desconocida. Era la de su abuela, idéntica, inconfundible. 

Se quedó inmóvil, con la sangre helada. La voz volvió a sonar más cerca: ─No te vayas. Acá todavía te necesitamos. 

Y entonces entendió. No lo habían recibido en el sueño para despedirse, lo habían llamado. Un segundo antes de que sintiera un frío insoportable recordó una advertencia de su abuelo dicha como al pasar, muchos años atrás. 

─Las casas viejas guardan cosas. No siempre es lo que se ve. A veces es lo que se queda-le había revelado.

Al día siguiente, el encargado de la agencia inmobiliaria que fue abrir la casa, encontró la puerta entreabierta.                                             

La lluvia había cesado. Adentro todo estaba en su lugar, salvo por una cosa: el sillón del abuelo estaba ocupado. La manta extendida cuidadosamente sobre las piernas de alguien que ya no respondía a ningún nombre.   
                                                                       

Lucía López Rodríguez

 

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