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14 de enero de 2023

CREER NO ES UN PECADO

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Este comienzo de siglo y de milenio ha traído, como una consecuencia no muy explicitada pero persistente, una descalificación hasta el desprecio de todo aquello que tenga que ver con creencia, religión o fe.

Para intentar encarar este tema sin que se convierta en un largo tratado o en una perorata aburridora, me permitiré comenzar por un enfoque preliminar: para el suscripto, las cosas de la fe son, como para muchos/as de nosotros/as, un modo de interpretar todo lo que nos aparece como desconocido y que escapa a nuestro tan elogiado razonamiento humano.

Dentro de ese esquema, podemos compartimentar las posiciones en dos grupos principales: el de creyentes y religiosos/as y el de agnósticos/as y ateos/as.

Las Iglesias organizadas forman parte del primer grupo, dando explicaciones, a veces con argumentos muy aceptables y otras con tono dogmático.

Hasta aquí, se está en presencia de elecciones personales que, en muchos casos, se agrupan en lo que llamamos religiones o cultos.

Quienes adhieren a esas formas del pensamiento o del sentimiento buscan y/o dan respuestas en códigos de divinidad a todo lo que aparece pleno de misterio: la creación, el orden natural y la mente humana, como principales hechos a considerar.

Los que profesamos una religión (en mi caso, inicialmente por razones culturales y familiares, pero posteriormente confirmando mi fe por motivos racionales y espirituales) celebramos La Vida y desde ese alborozo tratamos de manejarnos como militantes de la relación entre los hombres, las mujeres y eso que muchos/as llamamos Dios.

Pero están quienes no creen que haya intervención divina en el origen y funcionamiento de nuestra especie.

Y ahí surge el tema de los derechos: los católicos (por medio de la institución Iglesia) veníamos asumiendo, hasta el Concilio Vaticano II, que quienes no eran católicos/as eran, digámoslo así, seres demoníacos.

El siglo 20 incorporó una enorme cantidad de derechos y garantías para la grandeza de la humanidad y de los seres humanos en particular.

Tal vez sin quererlo individualmente, pero guiados por la estructura oficial, aún con la influencia de tiempos afortunadamente en tren de superación, los/las católicos/as hemos venido sosteniendo ese galardón de “feligresía selecta”.

Cada día somos más los/las creyentes que entendemos el mensaje cristiano como de una apertura de amor hacia el prójimo que no tiene límites ni escalafones.

Todo hombre/mujer es obra de Dios, por lo cual debe ser valorado/a altamente.

Esos progresos que nos permiten acercarnos a muchísimas personas más, algunas que no creen y otras que cultivan diferentes ritos, no han podido impedir que desde el sector de agnósticos/as y ateos/as se descalifique y muchas veces se agravie a los fieles católicos.

Indudablemente, algunas conductas represivas de jerarquías de siglos pasados, así como algunos desvíos de pastores de estos tiempos, pesan negativamente, pero no pueden caber dudas de que los fieles no nos debemos hacer cargo de esas actitudes ni de la defensa de las mismas.

Sin embargo, viene ocurriendo con lamentable frecuencia que toda vez que expresamos nuestro posicionamiento frente a ciertos temas, somos maltratados con adjetivos como retrógrados, dinosaurios, represivos y otras expresiones que no nos gustan ni nos representan.

Este comentario pretende ser un disparador para que, en estos tiempos de derechos y respeto a las opiniones de cada uno/a, se nos concedan esas mismas garantías a quienes creemos y practicamos el culto católico.

Nosotros seguiremos enarbolando las banderas de la fe, la esperanza y la caridad, sin que ello contenga ni una pizca de resignación o sumisión ante lo que la realidad nos ofrece (y, en muchos casos, nos quita).

 

Juancarlos Bejarano Muguruza

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