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31 de diciembre de 2023

Esa esquina

Una esquina de un pueblo de la provincia de Buenos Aires es el lugar elegido por Alicia Esain en este relato para dar cuenta de la historia de un poblado rural, de las familias que lo habitaron, de las vueltas del destino, de los desaires de la suerte, de la ambición, de las pasiones, y del vacío. De la cortedad de las buenas intenciones cuando aprietan otros intereses. Y del final. Porque todo, todo termina.

Esa esquina

Siempre se dijo que esa esquina estaba maldita. Los viejos lo murmuraban en mi infancia. Y el miedo se hacía sombra entre la bruma del invierno, cuando el madrugón y el café con leche nos mandaban a la escuela. Al mediodía, en el esplendor del sol y de los pájaros, las rejas del sótano emanaban su grito de temblores y su color de tumba…

Dicen que vivió ahí un comerciante próspero. Su fonda con hospedaje y sus carros de seis caballos lo habían hecho rico. Como Juez de Paz, se hizo precursor de la teoría privatista de la economía. Es que sembró la plaza del pueblo con alfalfa y sólo destinó un cuarto de la cosecha al tesoro municipal…

Más tarde supo dar albergue a Moreira, antes de que a éste la taba de la política se le diese vuelta. Terminó en el burdel de un pueblo cercano, ensartado en la lanza del sargento Chirino. Dicen que la codicia es mala, y peor, la traición.

El tiempo se llevó a aquel devoto de Mercurio al Olimpo pueblerino de la Calle Real, allá al fondo. Ángeles con el gris de la angustia se encaraman al tope de la bóveda familiar. Con igual firmeza, se abraza la desgracia a las diversas ramas nacidas de aquel patriarca. Primero se acabó la fonda con sus camas de hierro, su establo y su ginebra. Después, en esa esquina, una corrida en la Bolsa de Buenos Aires, borró en algunas horas al Banco Popular Español. Los ahorros de toda la colectividad llegada desde más allá del mar se hicieron espuma y nada.

A poco andar, resucitó el edificio. Se había transformado en club para la módica élite de jóvenes prometedores con saco y corbata y de damiselas vestidas con muselina y encaje. Sólo para ellos fueron los bailes con orquesta. ¿Sólo para ellos el chisme y la tragedia? ¿Qué fue de aquel viajante del tren de los lunes? ¿En qué valija de horror se le torció el destino? Un novio despechado, un “buen mozo” de bigote fino desvanecido en la noche. ¿Tal vez un cuchillo? ¿O fue un revólver en el silencio de aquel sótano? Años después, unos huesos, justo al cavar cimientos en un terreno cercano. La tragedia, dueña y señora de las almas, bailando entre las magnolias de la plaza.

Mi mundo de guardapolvo y moño le escapaba a las lágrimas. Los libros eran mi refugio secreto, mi coraje ante la agresión y la falta de cariño. Al mismo tiempo, aquel club social de “alta sociedad” se había convertido en tugurio. En él, las fortunas que daba el campo se iban por la cloaca de los naipes. Sus propietarios eran las ramas vacuas de aquel tronco primero.

En la adolescencia de timidez y sueños, hubo entre esa gente, niños y padres muertos por males de misterio. La esquina, cerrada como un sepulcro durante décadas, descascaró tristeza y salitre en ladrillos enormes. Lloraron sus lágrimas de cal los bajorrelieves. Los habían puesto por italianos para acompañar la soledad de hierro y rejas. Casi nadie quedó en el pueblo de aquella familia del fondero. El terciopelo del olvido fue suavizando la memoria. Sonó el último réquiem que tocó la Banda de Música y su director ciego. Recuerdos del color del luto hicieron coro.

Una mañana, la noticia: herederos, agrimensores, arquitectos, planos y planes. El martillo comenzó a demoler como quien busca desangrar. Había que ultimar a esa historia de pequeñas infamias, de penas húmedas, de oscuras mezquindades.

-¡Pero esa esquina es patrimonio histórico de todos! ¡Hay que salvar aunque sea la cáscara! ¡Debemos conservar la identidad! - dijo la conciencia de nuestro historiador local.

Entre el deseo de muchos y la indiferencia de los que mandan, el edificio empezó a caer. Como las hojas en el otoño, de a poco y casi en silencio. Los nuevos dueños se apuraron, el tesoro no debía escapárseles de las manos. La suerte viaja y se va, como se escurre la arena en los dedos de un niño. Una tarde desmañada en viento, uno de los propietarios cayó desde la endeblez de los ancianos techos. La muerte estaba presente.  Una vez más reclamaba con firmeza, empecinadamente, la vida que la sustenta. Quince años de silencio. Una demolición completa. Una oficina de telefonía. Un supermercado. Poco más.

En los días de niebla, afloran vestigios de aquel rumor de llantos. Los murciélagos del pasado añoran el verde de ramas que ya no están. Sólo unos pocos guardamos la imagen de aquella vieja esquina.

A pesar de todo ello, para nosotros, fue en ese lugar donde el milagro floreció. El amor, allí precisamente, se hizo raíz y hiedra, resplandor de eternidad.

                                                                           

ALICIA ESAIN

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