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CULTURA

24 de diciembre de 2023

LOS RUSOS

Otro relato de inmigrantes, de gente trabajadora y sufrida que llegó de muy lejos, escapando del hambre, de la guerra o vaya a saber uno de qué otro infortunio. Patricia Marvisi nos cuenta la historia de una familia que se estableció al sur de la provincia de Buenos Aires, en un paraje de la comarca serrana del cerro Tres Picos, para labrar la tierra, el futuro y la esperanza.

LOS RUSOS

Llegamos abarrotados de trastos, valijas deslucidas de tiempo, descascaradas de humedad y recuerdos.

Hacia atrás, ahora puedo ver una larga escalera, cada peldaño un camino en sí mismo, cada escalón un desafío.

El barco, el temeroso y enredado bullicio de un puerto desconocido, y más tarde un tren y la estación perdida en la provincia de Buenos Aires.

Tres Picos, ahí  nos establecimos, un caserío apenas, rodeando la estación, ensombrerada de aromos, acacias y eucaliptos y el campo bañando todo como un mar calmo de olas amarillas, naranjas y verdes.

Mis padres consiguieron trabajo como puesteros, la tarea era fuerte para ambos; él cuidando los sembrados, alimentando a los animales y ella en la quinta, en la casa y los dos, en mil cosas más. Pero la recompensa, una paz inusitada y un paisaje llano que mecía los atardeceres como el viento a las espigas doradas del trigo.

El camino que llevaba a la ruta se deslizaba de menor a mayor entre los árboles, era la frontera de nuestra calma cotidiana y del trabajo agradecido.

Ellos, los rusos, como nos decían en el pueblo, cuando íbamos a comprar, café, azúcar y alguna que otra menudencia ya que todo se hacía en el campo o cuando los festejos anuales reunían a los vecinos en la estación, con las nostálgicas verduleras y las guitarras desafinadas, ellos los rusos, no se achicaban por nada.

Ni el frío, ni la pobreza, más fría que el frío, ni el cansancio de las tareas, ni el miedo al barco, nada.

Todo valía la pena, acá eran cariñosamente, los rusos. Y la vida, también como el camino se fue deslizando, de menor a mayor, suavemente casi imperceptible.

No siempre la rutina es una enemiga, suele ser a veces, una amable aliada, cuando los días transcurren plenos de sol y luna y el sabor del alimento es dulce o el sonido atronador no es otro más que el de los pavos en las tardes, cuando suben a los árboles temerosos de algún zorrillo.

Hoy vuelvo a Tres Picos, ya no soy el Rusito, el hijo de los puesteros; mi escalera también fue larga y cada peldaño un desgarro.

Un día crucé la frontera, esa, la de la infancia. Primero fue el pueblo, después la ciudad y ahí en la ciudad muchas otras vallas. Vuelvo sin trastos, solo por un minuto; de lejos el viejo roble de la entrada parece un arbusto que va creciendo hasta que su copa se agolpa en mi alma y me estrangula la voz.

Pasando la entrada, puedo ver antes de llegar al pueblo los alambres de púa y los troncos blanqueados, que son otra frontera, la que divide la vida de, no sé, tal vez la nada.

Detengo el auto y camino entre un puñado de lápidas, el susurro del viento barre la tierra, amiga leal y madre cálida.

Los pasos se frenan, mi mujer y el pequeño me siguen sin decir ni una palabra.

Dos lápidas y en el medio, una tercera que reza a los rusos: el cariño de Tres Picos los acompaña.

                                             

PATRICIA MARVISI              

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