CULTURA
19 de febrero de 2023
DESPEDIDA
Las despedidas son ceremonias asimétricas, pueden repetirse a diario, o ser una, sola y definitiva. Uno parte, el otro, la otra parte justamente, permanece; los sentimientos nunca se emparejan en las despedidas, siempre son dispares. ¿A cuántas despedidas nos entregamos a lo largo de nuestra vida? ¿Qué recuerdo guarda la memoria de las despedidas más amables? ¿En qué borde marginal se alojan las más dolorosas? Ya no se sabe dónde está el centro del recuerdo y cuál es su periferia, postulaba el escritor Juan José Saer, y a su modo Inés Hernández confronta en este texto dos despedidas diferentes, una que se producía a diario en la infancia, la otra es el recuerdo de una separación, ambas reunidas en la escritura por el centelleo fragmentario de la memoria.
DESPEDIDA
Mamá me arropaba el cuello acomodando la solapa del abrigo, peinaba con sus finos dedos mi cabello largo dejado al azar. Con cariño reubicaba el flequillo, alisaba con la palma de su mano mi pollera con fuerza, en un ilusorio intento de alargarla. El ritual tenía lugar al salir de la vieja casa como si aquello fuera a perdurar. El tupido y alto cerco de ligustrina ocultaba al traspasar la puerta de calle, el rápido desaliño que una agitación de mi cuerpo producía en ropa y peinado. Me sacudía como un perrito mojado y era yo, avanzando con paso seguro hacia la parada del colectivo.
Aquella madrugada fría de un otoño ventoso, de pie frente a frente en la ciudad vacía, quise arroparte, peinarte pero tu mirada firme y distante me lo impidió. Nos rozamos con las manos, que no encontraban lugar donde ponerse, nos besamos sin querer en los labios, tal vez la prisa por despedirnos y cruzaste la avenida sin coches levantándote la solapa de la chaqueta marrón que llevabas puesta, las manos en los bolsillos para achicar el frío, tu perfil apretando la mandíbula; miré cómo te ibas. Las ráfagas heladas me devolvieron a mi suerte, subí al coche que estaba detenido esperándome y al entrar en él me conmovió el bullicio de los amigos dentro y tu figura sorda afuera, cada vez más lejos. El viento despeinaba tu cabello, con paso presuroso doblaste la esquina y la oscuridad se llevó tu cuerpo. No quisiste volver la mirada atrás.
Mi madre, sosteniendo entre las manos su inseparable labor, salía con sutil cuidado a la puerta de casa para ver cómo me alejaba, anhelando mi regreso. Con ternura contemplaba día tras día cómo el paso del tiempo iba dando forma a mi vida, ya no le importaba el flequillo alborotado, la solapa del abrigo ni la pollera corta.
Desde pequeña me dejaba querer en silencio, nunca lo hablamos, era nuestro secreto.
INÉS HERNÁNDEZ IGARTÚA
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