18 de abril de 2021
Un Chico Judío
El relato que les presentamos hoy refleja un hecho de la vida real, un trágico suceso de nuestra historia reciente que todos ustedes reconocerán y que, Patricia Marvisi, la autora, narró con emoción y lucidez.
Ser un chico judío en la década del cincuenta en Buenos Aires, no era tan malo; al menos para mí y para el pequeño mundillo que me rodeaba en la ciudad.
Para mis padres era casi la tierra prometida, habían llegado hambreados pero milagrosamente vivos de la vieja Europa y por esas cosas misteriosas con las que la vida nos sorprende, habiendo viajado en el mismo barco, se conocieron en Alberti y Rivadavia, como vecinos de unas piezas en las que el baño y la cocina eran de uso común.
Ahí se casaron y ahí seguramente comenzó mi historia.
Un paisano les dio trabajo en una casa de blanco del Once y siempre que podía, quitándose horas, mi viejo vendía de todo casa por casa, sábanas, manteles, bolsos, toallas y todo lo que se pudiera. Mi madre bordaba y cosía para señoras de barrios acomodados y así con pequeños pasos fueron progresando.
El primero fue alquilar un departamento en Azcuénaga y Mitre, pequeño pero más íntimo y cerca de la tienda, nuestro primer hogar. Años más tarde el paisano que les había dado trabajo les dejó el fondo de comercio; la gente los quería y los proveedores les tenían confianza, así paso a paso.
Mi vida pasaba por la escuela, era bastante buen alumno- aunque creo que sólo por no escuchar rezongar a mi madre. En la escuela, los nombres eran el tano, el gallego o el ruso por mí, aunque había nacido en el hospital Español, a pocas cuadras del Once; era un conglomerado del mundo.
En la tienda me convertí en el che pibe: a comprar para el almuerzo, a llevarle unas cajas a la modista de la otra cuadra, a cobrar a algún moroso. Era trabajo, era libertad y me salvaba de las cantinelas de mi madre, que estás despeinado y por qué esta tan sucio, esa kipá y las uñas y las rodillas. Con los años pude traducir ese idioma que en realidad decía, cuídate, deseo lo mejor, te quiero.
Era trabajo, era libertad, cruzaba la ciudad en mi bicicleta, con el aire golpeándome la cara, con un andar libre, el único que conocía. Fuimos progresando, fue creciendo la familia y ya no fuimos tres sino cuatro con Berta, en honor a la abuela perdida.
Papá, no vayas solo, no seas tan terco; mañana dejo a los chicos en la escuela y te acompaño por lo de la receta.
Te corto ahora, no vayas solo.
Ya sé que podes, ya sé que te tomas un taxi hasta Azcuénaga.
Después hablamos, tengo el negocio con gente.
Dejo a los chicos ocho menos diez en la escuela, hace frío, estamos en julio; pienso que están abrigados, desvío mi pensamiento un poco tonto, giro para pasar por el negocio, le dejo unos papeles a Berta y hago unos llamados.
Le pido que me cubra hasta la tarde, me voy tranquilo, ella es tan trabajadora como mi vieja.
Tomo Pueyrredón y cruzando Corrientes pienso que el viejo ya debe estar ansioso siempre quiere llegar temprano a todos lados. A unas pocas cuadras de cruzar la avenida, una explosión, un hongo de tierra y humo casi logran que el volante se me escape de las manos.
Muchos coches se detienen, no entiendo nada, sirenas de ambulancias y bomberos comienzan a oírse. Estoy asustado, no entiendo, nadie entiende, me demoro.
Llego alterado subo hasta el cuarto piso, sigo sin entender, encuentro a mi madre con la tele encendida, sin ver sin escuchar, doblando unas telas como autómata. Le hablo, no me contesta, la sacudo, le grito ¿dónde está papá?. Me mira con la vista vacía, con una mirada de niña vacía, retrocediendo décadas en los ojos.
Fue por lo de la receta, me dice.
Patricia Marvisi
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