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7 de marzo de 2021

La noche de la comadreja

Hoy les ofrecemos un cuento campero con aires de misterio, de esos que se cuentan en las noches de invierno, en las zonas rurales, al lado de un cálido fogón.

María Eva Maguire, ha echado mano a sus recuerdos de infancia, en una colonia agrícola de la pampa gringa, para contar esta historia que obtuvo en Morón el Primer Premio de los Juegos Bonaerenses 2020 en su categoría.

 

La noche de la comadreja                                                                                                                                             

Como de costumbre, cada quince días nos reuníamos en la chacra de la abuela. Iban las cuatro hijas, los yernos y las nietas. Después de la cena, todos los hombres proponían reunirse con los peones, para ir a jugar al truco al boliche del caserón de Ramos Generales. Salían entre risas y comentarios respecto de las habilidades en las señas, sobre el tiempo, el ganado, la siembra y varios temas que se iban deshilachando a medida que se alejaban por la avenida de paraísos. Mateo, uno de los ahijados de la abuela, siempre era el más remolón. Acomodaba la cincha de su caballo y luego jugaba carrera con los sulkis para ver quien llegaba primero.

Mientras, las mujeres se quedaban charlando. Esta vez sobre árboles frutales. Ese verano harían mermeladas y la abuela era la que transmitía los secretos sobre aroma y sabor de cada fruta. También les recomendaba sobre las especias más sabrosas para el escabeche de perdices. Las nenas, como decían ellas, nos poníamos a jugar con unas muñecas de porcelana, novedad total que había traído tía Catalina de un viaje a Rosario.

Todo sucedía en calma. Cada grupo estaba entretenido con sus propias actividades cuando comenzaron a ladrar los perros. Primero parecían gruñidos, pero aumentó la intensidad hasta que llegaron aullidos inquietantes. Se escuchó un galope, y a los perros más enfurecidos. La abuela, experta en oscuridades, ordenó apagar todas las luces y sólo mirar por las rendijas del ventanal del frente. Asustadas vimos una luz potente que se desplazaba entre las copas de los árboles. Las tías comenzaron a susurrar, mientras la abuela rezaba el rosario y nos tenía a las niñas amontonadas a su lado. Luego dijo con toda tranquilidad:

─ Ustedes vayan al comedor que yo llamaré al Compadre, mi perro más fiel, y según cómo reaccione sabré si tengo que usar la escopeta.

Una media hora después, que nos pareció un siglo, todo quedó en calma. Pasada la medianoche, llegaron los hombres. Todas estábamos sobresaltadas y mi abuela contó el incidente. Ellos salieron a buscar por los alrededores, pero volvieron diciendo que todo estaba bien. Que tal vez alguien se habría perdido en el monte y al acercarse a la casa con tantos perros acechando, en vez de pedir ayuda, habría decidido irse. El episodio con los años se transformó en leyenda. Todos lo contaban como ─ ¿Te acordás de aquella noche de las luces en la avenida de los paraísos?

Treinta años después, en el velatorio de la abuela y como es costumbre en los pueblos de campo, todo el mundo se saluda, se conduele, y se recrean las aventuras y desventuras del muerto. Más allá de la tristeza por la pérdida, hay un gran acercamiento entre los conocidos, los amigos y los parientes, recordando algunos episodios y el sentido y trascendencia de esa vida.

Así llegó la noche y próximos al cierre, se escuchó en uno de los grupos recordar las veces que se juntaban a jugar al truco en la casa de la abuela María. Entre tantas anécdotas, Mateo siempre lento y como al pasar comentó:

─ ¿Se acuerdan de aquella noche que las mujeres vieron luces en los árboles de la avenida? Nunca dije nada por el lío que se armó, pero ahora lo cuento para que la abuela se vaya sin secretos.

─ ¡Fui yo! Había descubierto la madriguera de una comadreja que hacía meses nos venía comiendo los pollos. A los perros les tiré pimienta cuando se me acercaron, para que no espantaran al bicho y ahí se me cayó el reflector. Perdonen el mal momento, nunca me animé a contarlo.

 Irónicamente, Carmela, que era la que siempre reaccionaba con un humor que resolvía las situaciones más insólitas, dijo algo así como: ─Bueno, hoy la abuela diría ¡colorín, colorado, el misterio se ha acabado!

Los presentes, entre entretenidos y consternados, se unieron en un abrazo final de contenida emoción.

 

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