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20 de octubre de 2024

Constitución y después

Esta es la historia de un amor que no fue. Y que, a decir verdad, parecería que no tenía muchas posibilidades de concretarse. Pero la heroína nos roba el corazón con su ilusión desmesurada por el cocinero. El escenario es un bar de la estación Constitución, donde muchas historias como esta tal vez ocurran todos los días.

¡Angustias! Así me decían esos vagos apenas bajaba en el andén 3 de Constitución. Ellos, que no sabían ni su nombre, se fijaban en mí. La estación era como un mar de gente, pero yo era su centro de atención. 

A mí no me importaba mucho, porque sólo quería llegar hasta el comedor y ver a Hermenegildo. Ver su delantal a rayas y su gorro blanco me hacía saltar los frenos de la imaginación. Verlo sobre las hornallas o amasando una pizza me daba escalofrío. Pensaba: "¿Y si esas manos me acariciaran como a esa masa?" ¡Oh, que emoción! 

Entonces llegaba el momento de pedir la comida. Me sentaba siempre en la misma mesa para que él me viera. Nuestras miradas se cruzaban y yo pensaba: "Te voy a comer a besos así como estás".

Luego pedía la sopa de caracoles y los fideos que según decía la carta, eran la especialidad de la casa. En ese momento y sólo por unos instantes, borraba de mi memoria al pobre Hermenegildo.

La sopa era asquerosa y los fideos un mazacote pegajoso. Pero él era un duende, un mago. Me miraba con esos ojos negros, debajo de unas pestañas tupidas, y yo moría de amor.

Cada día lo miraba más extasiada. Hasta que ese miércoles trágico todos los planetas se conjuraron contra mí.

El tren llegó tarde, los vaguitos en vez de decirme: "Angustias", me dijeron: "Fea, ¿adónde vas tan apurada?"

Y al entrar al comedor de la estación, vi que mi mesa estaba ocupada. Había una rubia teñida, con dientes relucientes que miraba al cocinero haciendo un mohín de seducción.

En ese momento vi todo rojo por la furia que sentía. ¡No podía pasarme todo eso a mí!  La miré y la odié con toda mi alma.

Como al descuido pasé al lado y dejé que mi mochila se resbalara sobre sus piernas. En ella llevaba varias macetitas con cactus que pensaba vender en mi manta de la plaza.

Los gritos de la rubia alertaron a todos los comensales. Miré de refilón y vi a Hermenegildo que observaba con los ojos fuera de las órbitas, los mozos corrían en auxilio de la rubia. Ella aullaba. Seguro que varias espinas se le habrían clavado vaya a saber dónde.

A mí no me alcanzaron las piernas para correr.

Por supuesto que nunca más volví por allí. También pensé que, en definitiva, Hermenegildo se había perdido de tener un amor fiel como el mío. Decidí que tendería mi manta con flores de lindos colores en otro lado y ya no me tragaría ni la sopa, ni los fideos pegajosos. 

La vida tendrá otra recompensa-me dije.

Y nunca más volví por Constitución.

                                                                                                     

MARÍA EVA MAGUIRE

 

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