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17 de marzo de 2024

Estocolmo

Margaret Atwood, la escritora canadiense, apuntó alguna vez que cuando alguien muere, su ausencia proyecta en los que sobreviven una presencia paradójica. Lorena Ravlic escribe sobre esta cuestión desnudando con realismo la situación de los sobrevivientes.

Estocolmo

El café en sobrecitos, qué asco, nunca le gustó y sin embargo, la caja seguía en la alacena. Sus hijos le decían: Tirala, Ma, nadie toma ese caldo sucio, pero no, ella no podía tirarla.

La casa estaba llena de órdenes que él había dejado y que ella acataba ciegamente.

Se había revelado tantas veces… había ganado algo de terreno, algunas batallas, pero él ganó la guerra. Ella decidió rendirse y agachar la cabeza, el dictador gobernaba.

Ya habían pasado varios años de su partida, el dolor no menguaba y tampoco se sentía libre.

Un golpe del destino, cruel, visceral, le había arrebatado la vida a él y se la había devuelto a ella.  Sobre el lado de la cama que él había ocupado, ella dejaba ropa, libros, la bandeja de la cena, y cuando despertaba en medio de la noche, con los ojos ciegos todavía, acercaba su mano hacia ese lugar deseando no encontrarlo y respirar aliviada, o encontrarlo y abrazarlo, contarle el mal sueño y respirar aliviada.

No solo era un sobre de café, también estaba en cada decisión que tomaba aterrada de ofenderlo, su mirada inquisidora se posaba aún sobre ella para cubrirla de sombra.

En un abrir y cerrar de ojos había pasado de la tiranía de su madre a la de un esposo que la convencía, con argumentos y artilugios que él tenía razón. Siempre, siempre, él tenía razón.

Ella llegó a creerle, aunque a veces dudaba y encendía su luz interna, ese brillo especial que la hacía única, brillante, querida, y que él se encargaba de apagar, una y otra vez con sus gritos, su desprecio, su mirada desaprobadora.

El tiempo fue pasando y la caja de café se mudó a ese bargueño bajito en el living.

Poco a poco el tapete que cubría el mueblecito se fue llenando de fotos del susodicho. De cuando era bebé, del primer dia de la primaria, de la boda, él trabajando, él sonriendo, él serio leyendo un libro en el sofá. Una virgencita, una vela, el rosario.

Alli, entonces, todos lo adoraban, lo veneraban, recordaban anécdotas que no habían sucedido, lo glorificaban. “Qué buen hombre”, “qué buen padre”, “qué buen vecino”, “qué buen esposo”.

La jaula sin cerrojo y ella, ella aun dentro.

                                                                                                                    

LORENA RAVLIC

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