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18 de junio de 2023

Los cines de mi infancia

Palacios plebeyos los nombró el escritor Edgardo Cozarinsky. Todos los sueños eran posibles en la sala oscura de aquellos antiguos cines que emulaban el lujo con sus enormes salas de pasillos alfombrados, altísimos techos y butacas tapizadas. En el relato que les presentamos hoy, Rosario Vilches apela a la gramática de la nostalgia y nos trae a algunos de aquellos templos profanos que ya no existen. 

Los cines de mi infancia

   Cuando yo era chica, la tele era un entretenimiento y veíamos series como Cisko Kid, El llanero solitario, Maverick…a veces algunas películas viejas argentinas se pasaban para amar a nuestros actores pioneros. Pero el cine, las películas, las íbamos a ver al cine. Y había para elegir. En mi barrio, aquel Palermo sin glamour, con corazón y actitud de barrio, había unos cuantos. Los más cercanos estaban en Plaza Italia, en la calle Serrano. En la esquina de Santa Fe estaba el Rosedal. Era el más presentable, decía mi mamá. Tenía un gran hall de mármol blanco y las butacas tapizadas con algo parecido a la pana. Media cuadra más para el lado de Guemes estaba el Gran Serrano y enfrente había otro, humilde, que no me acuerdo cómo se llamaba. A ese no fui nunca porque daban películas “inconvenientes” decía mi mamá, como las de Isabel Sarli. Y en el Gran Serrano daban muchas de vaqueros, que a mí no me llamaban. Pero en el Rosedal dieron todas las de Sissí, las de Dorys Day, La novicia rebelde. Era el cine ideal para las niñas. Ahora bien, si se quería ver Cinemascope o algún otro estilo exótico, había que caminar hasta Canning (hoy Scalabrini Ortiz) e ir al Gran Norte. Tenía como el Rosedal muchas puertitas pequeñas con grandes fotos pegadas de los actores y las actrices y había una alfombra angosta roja que se prolongaba por el pasillo principal. El techo era muy alto y tenía una cúpula de vidrio, o algo parecido, que era transparente con listones dorados. Allí vi “El manto sagrado” y cuando vino una tía de Córdoba fuimos caminando hasta el cine y mi tía pensó que veríamos algo dramático y fuimos a ver “Al compás del reloj”. Era el año 1958, y estaba lleno de muchachos con jopos inmensos, camperas de cuero, “bluejeans” ajustados y botas. Tenían cadenas y las agitaban al compás de la música. Bailaban subiéndose a las butacas…fue una experiencia increíble.

   A pesar de todos estos cines cercanos, mis padres optaban por ir al centro una vez cada 15 días. Nos vestíamos muy elegantes:  mi mamá lógicamente con el tapado de nutria, mi papá de traje y había cine y después cena y paseo por la calle Lavalle. Tanto fuera en el Rosedal, el Gran Norte o alguno de Lavalle, teníamos ciertas ceremonias previas. A mí no me podían faltar las gomitas de eucalipto y mi papá compraba una para mí y para él una caja de maní con chocolate. Era de cartón amarillo con manchitas marrones. Mi mamá quería caramelos. Antes de la función, había un tremendo telón lleno de propagandas. Mientras empezábamos las golosinas, hacíamos concurso de ¿Dónde está la palabra?  Que consistía en elegir una y buscarla en un tiempo determinado. Luego comenzaba el número vivo. Lo que más recuerdo son bailarinas españolas, concertistas de guitarra. Y finalmente, llegaba la película. Con tanto preparativo, yo me ponía ansiosa y llegaban esas presentaciones que me emocionaban: la del león de la MGM, el sonido de tambores de la Twenty Century Fox y el gong de la argentina Lumiton.

   Cuando me mudé a Morón, conocí enseguida los cines. El Achával era como el de enfrente del Gran Serrano, el Ocean era hermoso y había otro en Haedo que amé por su parecido con el Gran Norte. 

   Ninguno de esos cines existe ya. Y es una pena. No me acostumbro a los cines de shopping, con la gente comiendo, con ese aislamiento que se siente cuando buscás la sala…Para mí, se perdió la magia.
                                                                                                                 

ROSARIO VILCHES

 

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