Esta historia pudo haber ocurrido en Colonia Colorada Chica, en una zona de La Pampa fronteriza con la provincia de Buenos Aires, donde los jabalíes europeos, introducidos en el país por don Pedro Luro a comienzos del siglo XX, como animales de caza, crecieron en estas tierras de grandes pasturas y sin predadores a la vista. Pero Oscar Méndez va a hablar de un perro, de un valiente ejemplar de dogo argentino capaz de enfrentar a un jabalí, o a cualquiera de sus cruzas mestizas, y de sus últimos momentos antes del final.

La muerte del dogo

Está tirado en el galpón de los cueros. Ve todo vidrioso, como húmedo. Ya venía palpitando el futuro inmediato en que su lentitud de perro viejo le traería problemas serios.

Unos días antes el perro rastreador, un galgo mestizo rápido como un balazo, hizo llegar desde el corazón del monte, un ladrido agudo y penetrante. Entonces la jauría arrancó hacia donde venía el llamado. Él llegó último y el gran padrillo jabalí ya había lastimado a dos perros.

Le duele la herida y en el sopor lo asaltan los recuerdos: el apareamiento imprevisto y deleitoso con una doga pura, a la cual mató un chancho mestizo al que tuvo agarrado del cogote un buen rato. No podían hacerlo aflojar tres hombres grandes, aquella mañana de lluvia en el bajo de la salina.

Fue una gran pelea. Ya sabía al llegar que no sería fácil, cuando se le fue encima, el animal salvaje le hizo un gran tajo. Por eso está ahora tirado sobre la paja de trigo, pensando que algo va a cambiar para siempre.

OSCAR MÉNDEZ