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EL RECOPILADOR

26 de septiembre de 2022

La época de oro del Conventillo.

Por: Francisco Álvarez (El Recopilador)

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Halladas a la vuelta de una esquina.

La “época de oro” del conventillo porteño se localiza hacía la década del 1880, aunque la casa de inquilinato, como institución, desborda ese marco y se proyecta con ligeras variantes hasta hoy.
Al comenzar los años 1880 Buenos Aires cuenta con 1.770 conventillos, en los que pernoctan 51.915 personas repartidas en 24.023 habitaciones de material, madera y chapas. Tres años después las casas de inquilinato son 1.868, pero apenas se han agregado 1.622 cuartos para alojar a 12.241 nuevos habitantes.
En 1887, pico de la década, los conventillos son 2.835. A mediados de 1890 el número de estos decrece a 2.249, pero la relación habitaciones-habitantes continúa siendo alarmante: 37.603 habitantes para 94.743 inquilinos. Los barrios o parroquias más populosas son Concepción (Caseros, Solís, México y Chacabuco), Piedad (Alsina, Sarandí, Ayacucho, Paraguay, Uruguay y San José), Socorro (Paraguay, Uruguay, Callao y Río de la Plata), San Nicolás (Uruguay, Cuyo, Esmeralda y Paraguay), Balvanera (México, Boedo, Victoria, Medrano, Córdoba, Paraguay, Ayacucho y Sarandí) y San Telmo (Chacabuco, México, Paseo Colón y Caseros).

Desde sus comienzos el conventillo fue fuente de reflexión y escándalo para los hombres del ’80, que habían sido, en cierta medida, sus artífices. Complicada con ingredientes de xenofobia, esteticismo, positivismo al uso y fobia clasista, es fácil adivinar el efecto que habrá causado en estos hombres la imagen del pauperismo y de la mugre vocinglera, entrevista fugazmente al cruzar ante un portal de la calle Bolívar o Alsina.

Para algunos, lectores apresurados, de la novedosa escuela de Medán y de los textos sociológicos de Ramos Mejía, este caso de anfiteatro era un claro testimonio de las taras hereditarias y de la inferioridad social y biológica de la inmigración meridional; para otros, apenas un fantasma que se conjuraba con la causerie en el Círculo de Armas o con el viaje a Europa, donde se reencontraba, por cierto, a los mismos fantasmas, pero esta vez (lo que resultaba tranquilizador) en su propia casa. Allí, desvalorizada en el fondo del conventillo cosmopolita estaba la “resaca humana”, el “áspero tropel de extrañas gentes” de Rafael Obligado, la “ola roja” de Cané, los “judíos invasores” de Martel, los italianos con “rapacidad de buitre” de Cambaceres. Aparte y a bastante distancia, la gente “decente”, los criollos rancios que reconocen las claves de las cauceries de Mansilla, que saben de qué habla Lucio V. López en Las griegas de terracota (o lo fingen), que se vinculan “entre nos” por un código y unos recuerdos comunes.

 

Jorge Páez.

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